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Más allá del salón

  • Kamo Mendivil
  • 15 jun 2016
  • 5 Min. de lectura

La educación universitaria debería preguntarse también por quiénes han sido además de por quiénes llegarán a ser nuestros estudiantes. Y quienes enseñamos comunicación social y periodismo preguntarnos si hemos comprendido la capacidad de transformar-les/nos desde la comunicación.

Autor: Saner Nanin. Cali. Fuente Museo Libre de Arte Público de Colombia

En este 2016 me re-estrené como profe catedrática del programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad Autónoma del Caribe luego de cuatro años de servir a la patria en el sector público. Ya se me había olvidado un poco por qué me gustaba tanto enseñar en la Universidad. Sin duda, este semestre fue reconfortante, más aún porque tuve la dicha de estar con 5 grupos de primer semestre en la clase de Historia de la Comunicación y la Cultura, más de 200 estudiantes, la mayoría aún adolescentes recién salidos del bachillerato.

Cargada de nuevas experiencias, por qué no con un poco más de sabiduría que en 2012, pedí a mis estudiantes escribir un libro sobre sus vidas como trabajo final de semestre, pues si la cátedra era sobre historia, consideré apenas lógico indicarles que empezaran a reconstruir las suyas para que hablaran a sí mismos y mismas sobre sus vidas antes de 2016, sus principios, escepticismos e identidad. Lo pensé incluso como un ejercicio terapéutico para cada estudiante, porque escribir hace ver cosas de cada quien que se manifiestan cuando se confronta la individualidad con las letras. Como siempre les dije, la calificación sólo sería estimada por el cumplimiento de la entrega de cada capítulo, pues no era mi intención establecer números según sus experiencias: “tu infancia fue de 3.5” o tus principios son de 4.0”. Se reían por que la nota era siempre 5.0, eso les emocionaba.

Por tanto, de mi parte como profesora, la lectura de sus vivencias sólo respondía a un acompañamiento en la redacción y en la manera de narrarlo. Pero en este ejercicio descubrí algo que tal vez había pasado por alto mucho tiempo y que gracias a este “experimento” lo develé y me hizo tomar una posición sobre mi quehacer docente de aquí en adelante: volví a verles como seres humanos. En las lecturas sufrí a la par de sus historias, con infancias marcadas por la separación, abandono, muerte violenta, consumo de drogas de sus padres y madres, y a raíz de eso, algunas de esas vidas jóvenes habían sufrido con intentos de suicidio cuando eran adolescentes, frustraciones porque siempre otros asuntos familiares eran más importantes que ellos o ellas, migraciones forzadas a otras ciudades o países, varias chicas abusadas sexualmente cuando niñas y preadolescentes, otros y otras víctimas de acoso escolar por parte de docentes y estudiantes, algunos y algunas por homosexuales, otros y otras más con desórdenes alimenticios por gordas o por flacos (sufrieron anorexia y fatorexia), abortos clandestinos y una infinidad de realidades que se desdibujan entre las clases y la toma de notas cada dos horas a la semana. Esos rostros empezaron a cobrar para mí el sentido de la vida y de la vulnerabilidad de la humanidad, pero sobre todo, de las grandes torpezas que el mundo adulto comete contra la infancia. Pero por otro lado también me animaban las historias de triunfos deportivos o artísticos, pues algunas en la decoración de sus libros hicieron despliegue de creatividad en manualidades, plasmaron sus obras artísticas, o demostraron por qué habían ganado concursos de canto, danza, música con la interpretación de un instrumento o de artes plásticas.

Y así en cada lectura descubría entre sus líneas y letras a pulso, cuántas alegrías habían vivido, pero también cuánto resentimiento y dolor había en sus corazones, y pensaba de paso en lo peligroso de llevar esos sentimientos frente a una cámara, un micrófono, las letras de un periódico o por los medios digitales y redes sociales desde un ejercicio profesional o personal. Ahí estaban mis más de 200 estudiantes, futuros profesionales de la comunicación social y el periodismo con historias de vida marcadas por pasajes (dolorosos) que viraron sus destinos, pero que todas convergieron en mis salones de clase, porque tal vez la Comunicación Social les daría algunas esperanzas en medio de sus desesperanzas.

Con sus inocencias y saberes acumulados en sus escasos 17 años (promedio), la gran mayoría llegó a esos salones porque lo soñó desde su infancia, porque lo desearon y su camino hasta allí no fue fácil. También descubrí que la gran mayoría de quienes estudian esta carrera debieron enfrentarse a sus padres y familiares para poder estudiarla porque les pensaban médicos, arquitectas, abogados o ingenieras y les trataron de convencer por todos los medios de que renunciaran a esa “loca idea de estudiar Comunicación”, o porque simplemente sus posibilidades económicas les castraba, de su decálogo del futuro, el acceso a una universidad privada. Por eso ya tienen una lucha ganada en su historia, y fue sobre su autonomía a soñar qué querían ser y hacer para el resto de sus vidas.

Y pensé entonces que miles de jóvenes pasan por la universidad y no sabemos quiénes son esos y esas que transitan casi 5 años frente a sus “profes” en un salón de clases.

En ese descubrir mutuo reafirmamos en conjunto el poder de la transformación de la comunicación. En las últimas clases comentábamos que la comunicación social es una de las pocas profesiones que puede atreverse a cambiar el mundo, del poder indudable de los medios y de la importancia de no dejar de verlos como eso, como medios para un fin, ese fin lo determinamos las personas no los aparatos y los programas. Pero ya fuera de clases, yo también quedé pensando hasta dónde un programa profesional de pregrado debe primero interpelarse sobre cómo transformar las propias vidas de sus estudiantes, teniendo en cuenta las implicaciones que periodistas y personas de los medios tienen sobre sus lectores, oyentes y televidentes, o en sus funciones como constructores de sentido en las organizaciones. Así al final de la clase algunas de sus voces me agradecían porque les había “ayudado” a sanar algunas heridas (que no era mi función ni intención primaria), pero en definitiva concluían que en tan solo un semestre la comunicación ya había empezado a cambiar positivamente sus vidas, y con eso me generaron muchas satisfacciones, pero sobre todo muchas más preguntas.

Si la comunicación nos une, es apenas consecuente que nos una en solidaridad con la humanidad, pero sobre todo con esa fracción de la vida que se llama juventud y que poco se atiende, porque son el “limbo” del ciclo vital. Ellos y ellas con sus vidas condensadas en nuestros salones se merecen otras oportunidades más allá de la rigidez de los porcentajes de notas y los plazos de entrega de trabajos. Humanizarse con sus historias no busca resolverlo todo en sus vidas, pero sí que el ejercicio docente no deje de confrontarnos a pesar de que muchas de nuestras vidas de "profes" también estén rodeadas de historias similares.

Yo le pregunto a mis colegas, ¿Cuánto te ha transformado la comunicación?.

¿Cuánto estás dispuesto a apostarle a la comunicación para transformar las vidas y los otros mundos posibles de tus estudiantes?

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