Señores, no parimos hijos para la guerra
- Kamo Mendivil
- 25 jun 2016
- 5 Min. de lectura
El clamor de los movimientos de mujeres desde una mirada pacifista, hoy se asoma a la luz luego de la confirmación del cese al fuego y dejación de armas de las FARC en la firma del acuerdo con el Gobierno Colombiano. La historia del poder masculino en Colombia hoy cobra las más altas facturas en nuestro país. Señor Uribe, no tiene que demostrar más qué tan macho es, mientras su furia de macho pierde, el país gana.

En el evento mediático transmitido para el momento histórico de la firma del acuerdo que puso fin al conflicto armado en Colombia, se mostraba una mesa ancha con las figuras protagónicas de este paso: 5 hombres sentados estableciendo las reglas a seguir, Secretario de la ONU, presidente Santos, Presidente Castro, delegado de Noruega, delegado de Cuba, Timochenko vocero de las FARC y entre otro par. Sólo Michelle Bachelet acompañaba en un lateral como presidenta de Chile, país garante del proceso. Del resto hombres.
Sin temor a equivocarme las guerras en toda la historia de la humanidad han estado motivadas por hombres tras el poder territorial, un poder que se ha adjudicado a la figura masculina, la estrategia, la guerra, la agresión, la violencia en el combate han sido la muestra de una idea de masculinidad que debe dejar marcada sin lugar a dudas la dominación de unos sobre otros. Pero no se quiso escuchar en la historia a las mujeres como una fuente “natural” de conciliación y mediación, cuando la palabra puede tener más poder que la fuerza. Imaginemos a Colombia si la versión de la guerra hubiera estado conducida por mujeres. Tal vez hoy no estaríamos hablando de conflicto armado, yo no estaría escribiendo esto.
Por eso la consigna de “no parimos hijos e hijas para la guerra” ha saltado de los movimientos activistas por los derechos de las mujeres y la equidad de género en Colombia para volver la mirada sobre el desastre civil que ha producido esta manera masculina de engendrar la guerra. Cuántas madres perdieron sus hijos, aquellos que fueron enviados todos los bandos (ejército, guerrillas, paramilitares) como carne de cañón para proteger un territorio que es de todos y todas, pero a la vez de nadie.
Yo, pacifista convencida, empecé a reflexionar sobre la guerra en Colombia cuando a los 13 años me vinculé a un grupo intercolegial llamado “Jóvenes por la Paz”, la reunión de estudiantes de colegios católicos y privados de Barranquilla, quienes organizábamos eventos, Expopaz: una feria de arte para la paz, talleres de formación para el liderazgo y la promoción de la No Violencia Activa, la filosofía de Mahatma Gandhi. En mi cabeza de preadolescente empecé a comprender la crudeza de la humanidad, por la inquietud que me daba el hecho de que una persona adulta eliminara a otra en una guerra desfigurada que había empezado al menos cuatro generaciones antes que yo.
Después cerca de mis 16 años al llegar a 11 grado percibía el miedo de mis amigos varones para enfrentarse al examen que les determinaría si prestarían el servicio militar obligatorio en Colombia para todos los hombres una vez terminan el bachillerato. Y pensaba, si llegaba a tener hijos varones también atravesaría por esa experiencia de dejar que a mi hijo lo llevaran a la guerra sin poder evitarlo, ni con la posibilidad de “pagar” la libreta militar se podría salvar del trámite de escape para borrar su presencia de la selva o del fuego cruzado.
Por eso cuando fui Voluntaria de las Naciones Unidas me interesó la experiencia de Guatemala, país que firmó el acuerdo de paz en 1997. Y me fui a trabajar con las comunidades con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo para conocer cómo había sido el proceso. Finalmente, a parte de la experiencia de acompañar a las comunidades Mayas en el que luego de 20 años todavía hacían el duelo por sus víctimas, habían logrado encontrar otras formas de reconciliar su dolor contra el Ejército guatemalteco, quien había cometido la barbarie genocida para neutralizar el alzamiento en armas del pueblo contra la represión del gobierno de Rios Montt. La derecha de país justificó la muerte al pueblo bajo la idea del “control del poder” y amilanar los intentos de reclamar justicia social y equidad para los pueblos indígenas en la década del 80. Pensaba entonces si había podido Guatemala, El Salvador y los demás países latinoamericanos, cómo Colombia seguía en el lugar equivocado justificando una guerra cruzada por el poder de la tierra, de cultivos ilícitos, el narcotráfico, la política, pero sobre todo, el energúmeno machismo que ha convencido a los hombres del poder en las dictaduras, no sólo la de Rios Montt, Pinochet, Trujillo y demás de América Latina, que la violencia, la represión y todas las formas contra la humanidad eran la única vía de demostrar su poderío, como si existiera la necesidad inaplazable de demostrarla.
Aún así, la furia y la soberbia del partido Centro Democrático en el país sigue alimentando el sentimiento guerrerista, en la inercia de la oposición que no le deja pensar en otras formas de conciliar, por encima de entorpecer el proceso y desinformar a la opinión pública, alimentando igualmente en sus seguidores el rencor por verse derrotado en su poder. “Pataleta de ahogado” dicen en mi tierra caribe para aquel que se ve perdido y que quiere a cómo de lugar arrancar un pedacito de triunfo en medio de su caída, hoy más al descubierto con la legitimidad blindada que han dado los organismos y gobiernos internacionales, movilizados en un único día para presenciar el fin del único conflicto armado vigente en el continente.
Si hay algo que nos enseñan las mujeres es que la conciliación, la escucha, el acuerdo, la intermediación es un mecanismo válido para reconocer que la contraparte es también importante, y es sin duda una forma más válida para evitar la forma en que se ha enseñado a los hombres a demostrar su hombría: la violencia. Cuando hago los análisis sobre las muertes violentas contra mujeres en Colombia, a veces concluyo que no podemos pedir más, nuestra sociedad ha alimentado el odio y la violencia como forma de resolver los conflictos, como una única salida eliminar a aquel que piensa diferente.
Hoy tendremos la oportunidad de reflexionar sobre la historia que hemos tenido tras una lista larga de mandatos masculinos que han desconocido, por ejemplo, las maneras de conciliar y la mirada femenina, para intentar dejarles este país a nuestros hijos e hijas un poco mejor que cómo lo encontramos.
Hoy tengo un hijo de dos años, y cuando veía la transmisión por televisión de la firma del acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno de Colombia, que pone fin al conflicto armado, pensé que Sebastián cuando cumpla los 18 años ya no tendrá que ir obligado a la guerra, porque el país en el que nació lo querrá como un ciudadano no como guerrero.
Que viva el acuerdo para el fin del conflicto armado en Colombia. Confieso que no pensé que viviría para ver esto.
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